Esta manía de jugar al escritor comenzó cuando contaba 14 años, a esa edad estaba terminando el liceo, entonces podría decir que comencé a escribir justo cuando me liberé del yugo de la educación media, en ese año también comencé a tocar guitarra y, por supuesto, no me volví a cortar el cabello, me hubiese gustado confirmar que yo era el sueño de toda adolescente con dependencia emocional, pero eso estuvo muy lejos de pasar, pues creo tenía más gracia una empanada de carne molida con arroz que yo por esa época. Mis primeros intentos de escritura no pasaron de ser una serie de manifiestos emo-socialistas que, por supuesto, eran un total desastre, no sabía si hablar de hórridos y vetustos cuervos en la ribera de la noche plutónica o la libertad de los pueblos latinos y el hambre en áfrica, así que hablaba de todo junto, lo que sí puedo afirmar es que mis textos no eran en absoluto predecibles, es que nadie se podía imaginar cómo terminaba ese cuento, no se podía decir si mi intención era cortarme las venas o fundar un frente revolucionario de liberación nacional o, en todo caso, de liberación emocional.
Luego llegó la poesía, o mejor dicho: el intento del poeta. El punto en el que descubrí la poesía es muy bien recordado por mí, tendría unos 6 años, abrí la gaveta de noche de mi papá y consigo un pequeño libro que comencé a hojear, lo primero que leí decía: “cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos/ te pareces al mundo en tu actitud de entrega”, texto que no entendí ni me interesó en lo absoluto, así que dejé el libro donde estaba y me fui a ver el club de los tigritos. Muchos años después, cuando trabajaba dando clases de física y matemática en el liceo donde había estudiado, en la biblioteca me conseguí un pequeño libro cuyo título era: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, ya antes había visto este título en algún libro de castellano, pero, hasta ese momento, nunca tuve la oportunidad de leerlo. Al abrirlo me encuentro con un texto conocido: “Blancas colinas (…)”, y así de repente comenzó todo mi amor por la poesía, por esa casualidad, era ese libro algo que me unía al amor que hubo entre mis padres, el amor originario, a mi infancia y a todo lo bonito que en ella pude encontrar. En algún momento quise ser Neruda y comencé a trabajar en eso, mis intentos de poesía se llenaron de crepúsculos, anclas oxidadas y amores llenos de la melancolía de quien mira al mar esperando a su amada que nunca llega, o sea, era la poesía del amor que nunca había sentido ni llegaría a sentir hasta muchos años después, vivía los crepúsculos de una ciudad que me ahogaba, sin embargo en la poesía nadie habla mal de los crepúsculos y yo no sería el primero en hacerlo, hablaba de una libertad con aire gitano pero la realidad era que esta libertad estaba escrita y escondida detrás de una integral trigonométrica, en una hoja que sobró de algún examen de cálculo. Mi poesía desde un principio estuvo destinada al fracaso y eso fue lo que pasó, el mismo Neruda en confieso que he vivido se encargó de enseñarme porque no podía ser como el, la poesía es vivida y luego es escrita, el arte debe ser igual a la vida y es el compromiso del artista hacerse de una vida digna de ser escrita.
Luego vinieron las canciones, en este punto ya tocaba decentemente la guitarra así que no perdía la oportunidad de llevarla a la facultad de ingeniería, tocar en los pasillos y olvidar un poco que esas paredes representaban una cárcel para mí, ya había entendido que no debía tratar de escribir cosas que nunca había vivido, y es así como comienza la tradición de mis canciones tristes, tengo desde canciones tristes que hablan de la tristeza, hasta canciones tristes que hablan de porno, es en este ámbito, el de las canciones, donde se encuentra mi único intento de escritura en el que no me ha ido tan mal, he llegado a sentir el gusto y el cariño verdadero de algunas personas por mis canciones y, a pesar de que son pocas, son las personas que me dan las ganas para seguirlo intentando.
Por mucho tiempo me dediqué a escribir solo canciones, se podría decir que es mi zona de confort, pero es tiempo de cambios, y no me lo dice Mía Astral (aunque si me lo dijo), esta vez me lo dice claramente un boleto de avión que le pone fecha de vencimiento a esta etapa de mi vida, entonces parece que ha llegado la hora de reinventarnos. Siempre me negué a escribir sobre lo cotidiano, mis textos tenían que hablar de temas interestelares porque escribir de lo común de la vida se supone es algo vano, ahora estoy aquí hablando de la vida, de mi vida. Si hay algo común y cotidiano para mi es que me digan “Angelino pan y vino”, ya no me lo dicen tanto, pero resulta que mi identidad infantil fue perseguida cruelmente por esta rima consonante que pareciese un slogan publicitario de la eucaristía, siempre me pregunté porque tantas personas llegaban a la conclusión de que mi nombre combinaría perfectamente con la cena tradicional del mesías y su combo, hasta hace poco descubrí que hay una película llamada “Marcelino pan y vino”. En fin, por mucho tiempo odie que me dijeran de esa forma y cada vez que una señora me decía así debía recurrir a algún mantra para no perder mi centro Zen y hacer uso de mi sonrisa karmica, esa que saco cuando quiero matar a alguien pero no quiero perder los puntos de buena vibra que me otorga el cosmos. Pero resulta que algo ha cambiado y ahora al escuchar que me llaman de esa forma llego a sonreír sinceramente, hasta llego a pensar en lo bonito de tener cosas como esas que te unen a tu infancia, a parte de tu familia y a tantas personas especiales que han transitado por tu camino. Parece que hemos evolucionado un poco y le hemos bajado dos rayitas a la amargura… Soy Angelino pan y vino, y espero leernos en otra entrega de mis actos cotidianos, gracias.